Tal vez el título de la cabecera de esta columna periodística le parezca al lector inapropiado, alarmista, exagerado, al menos a primera vista. La violencia siempre lleva consigo algún tipo de alarma para el hombre normal, en el que siempre coexisten el bien y el mal, la violencia y la paz en todas sus conductas. Más aún si centramos nuestro comentario en la universidad, institución creada por los hombres hace ya varios siglos que por principio apuesta por la razón, por aportar al mundo dosis de inteligencia y bienestar mediante la producción y difusión de la ciencia y los saberes, en sana convivencia de sus usuarios directos o indirectos.
Sin embargo, es preciso reconocer la realidad universitaria diaria, y observar que la vida cotidiana en los centros de educación superior con frecuencia se muestra incapaz de superar enfrentamientos, conflictos, zancadillas, envidias, odios insuperables, entre los agentes activos de la universidad, aunque en otros momentos se produzcan expresiones de diálogo, de consenso, de fraternidad. Será oportuno comentar en otra ocasión las prácticas sociales y académicas de los estudiantes, pero en esta ocasión nos fijamos principalmente en los profesores.
Cuando aquí nos hacemos eco de situaciones en que se producen conductas equivalentes a lo que en términos jurídicos y penales se conoce como violencia vicaria, con esta expresión estamos buscando un símil para la universidad, no una identificación exacta de lo que es la violencia vicaria, porque es cierto que así no se produce en la universidad, de forma literal.
Así, cuando en una pareja se producen desencuentros graves en la convivencia, a veces con grave violencia física o moral, se llegan a producir situaciones terribles, que en ocasiones finalizan en el asesinato de uno de los contrincantes, casi siempre en perjuicio de la mujer. Más aún, el agresor de turno busca producir un daño y dolor añadido en personas de proximidad, de especial relación afectiva con la víctima. Lo más frecuente es atacar, dañar a los hijos más pequeños y débiles. De esa forma el agresor genera un doble perjuicio, el daño producido (a veces la muerte o el secuestro) de los hijos, y la agresión directa causada a quien se desea perjudicar. La violencia vicaria, en el contexto de la violencia de género, se refiere a la violencia ejercida sobre los hijos para causar daño a la madre o pareja. Es una forma de violencia indirecta, donde el agresor utiliza a los hijos como instrumento para causar sufrimiento a la víctima principal. Traslademos la reflexión a la universidad.
Este concepto de violencia vicaria nos ayuda a analizar algunas conductas, completamente inapropiadas, que también se producen en aulas, pasillos y despachos universitarios. Es el caso de aquel profesor que, porque no puede enfrentarse directamente a otro equivalente, decide suspender de forma injustificada a una alumna que lleva una media de sobresaliente, pero le falta concluir aquella asignatura que, con una baja calificación le impide, por décimas, obtener una beca de investigación competitiva. Eso es hacer daño vicario. Es aquel decano que de forma injustificada y arbitraria decide impedir que un alumno brillante, que viene trabajando y formándose con otro profesor con el que tiene desavenencias, pueda iniciar su tarea investigadora publicando un artículo en una revista que queda bajo el control de aquél. Eso es sutil violencia vicaria. Es aquel jefe de departamento que, consciente de la división profunda de intereses personales y académicos que existe entre sus miembros, busca perjudicar a los profesores más jóvenes que, según él, pertenecen a otro grupo, a otra capilla, a la influencia de otro profesor con el que mantiene severas discrepancias. Es aquel profesor responsable académico de organizar los horarios de docencia en una titulación, en una Facultad, que busca colocar los peores horarios a quienes se sitúan en proximidad de aquel otro profesor que permanece enfrentado con él.
Las prácticas académicas y de relaciones internas en la vida universitaria están cargadas de sutiles prácticas corruptas de este signo, que son auténtica violencia vicaria. Si no se puede atacar o dañar a quien desea, lo que hace es hacer daño a alguno de sus discípulos o miembro componente de su equipo de investigación.
Hemos de reconocer que en las universidades son frecuentes las capillas cerradas, los grupos que buscan una fuerte cohesión interna en torno a la figura de un líder, que a veces se comporta como un auténtico mandarín, que es quien marca las reglas de relaciones sociales y académicas en un circuito relativamente cerrado como es el de una facultad o instituto de investigación, los espacios más destacados en que se asienta la vida universitaria. La violencia vicaria ejercida sobre los elementos más débiles del claustro universitario por un académico que desea dañar a otro profesor de su nivel a quien detesta, pero lo ejerce sobre otro profesor o becario más joven, por razones visibles, justificadas, oscuras o inconfesables, es una realidad incuestionable desde el origen mismo de los tiempos universitarios europeos, desde el siglo XII a nuestros días. La investigación histórica sobre las universidades deja frecuentes anotaciones de conflictos producidos como los señalados, y aún otros, siempre dolorosos para los más débiles de la cadena.
Si la violencia vicaria ejercida en términos sutiles o visibles en el contexto universitario existe, está generalizada y no resulta fácil de corregir o denunciar, cabe preguntarnos si no es posible apostar por su erradicación, por su eliminación en los ámbitos universitarios, o al menos ejercer control sobre ella para evitar males mayores.
Como no puede ser de otra manera, el camino para generar otro tipo de relaciones internas en los organismos universitarios entre sus miembros componentes pasa de forma obligada por la transparencia en el ejercicio y respeto de las normas, de los criterios establecidos, de los protocolos trazados para evitar injusticias, arbitrariedades y abusos con los más débiles, porque se desea dañar a quienes les protegen o apoyan, pero a quienes no son capaces de enfrentarse de manera frontal.
En consecuencia, es deseable, e inevitable, que los organismos universitarios se doten de normas, de reglamentos, de disposiciones, de estatutos capaces de regular de la manera más armoniosa posible la compleja red de relaciones sociales y académicas que se producen en el seno de una universidad, en cualquier parte del mundo.
Seguramente que los celos son inevitables en la vida de las personas, y que se producen con más o menos intensidad en unos u otros, porque son afán desmedido de posesión. Los celos profesionales, las envidias están presentes en el quehacer universitario, no son fáciles de erradicar, y a veces trascienden o afectan de forma negativa a los eslabones más débiles de la cadena, aunque a quien se desea hacer daño es al erigido como jefe, al mandarín.
No queda otra vía de solución en este asunto de la violencia vicaria en la universidad que la aplicación y ejercicio de la democracia interna y real de todos los órganos de gobierno y de gestión, para mitigar y eliminar esos efectos perversos indirectos, siempre graves para los más frágiles.