La grave crisis de derechos humanos que vive Afganistán con la reciente y sorprendentemente rápida llegada de los talibanes al poder, que destila un horror de violaciones sobre la libertad de opinión, sobre la vida cotidiana de las mujeres, sobre el día a día de escuelas y universidades, sobre quien discrepa del punto de vista oficial islamista, y por encima de todo evidencia la endeblez y fragilidad de la vida de millones de personas que puedan disentir del ideario oficial talibán, a todos nos sobrecoge desde países y sociedades en los que se ha ido asentando una cultura pública mayoritaria del derecho a la libertad en toda su plenitud. Desde la universidad también debieran aflorar muchas más voces de denuncia ante estas impasibles violaciones, sin dar nunca por inevitables tales prácticas de brutalidad, no siendo nunca conformistas con esos miserables procesos contra las personas, en especial contra las mujeres, o contra el cultivo y difusión libre de la ciencia, en todas sus posibles expresiones y variedades.
El conflicto sociopolítico que ahora traemos a colación desde Afganistán ha comenzado a generar, de inmediato, una masa pávida de millones de personas que huyen de la muerte, la cárcel y el oprobio más encarnizado. Buscan refugio donde sentirse un poco más seguras y puedan aspirar a un mínimo de vida digna como personas. Este dolor, y esta esperanza incierta, lo padecen y ansían a la vez adultos y niños, familias completas. A millares y millones de refugiados de Afganistán, que buscan simplemente la libertad de vivir sin cortapisas, en los países vecinos se les ofrecen disuasorias alambradas de espinos, campos de refugiados, cierre de fronteras, y muy pocos servicios de atención social, sanitaria o educativa.
El problema de las masas de refugiados no es nuevo en el tiempo, ni solamente se produce en este país asiático. La explosión de miles y millones de refugiados lo hemos vivido en el tiempo pasado con crudeza y con dolor (baste recordar el exilio de republicanos españoles a Francia en 1939), y es también un hecho del presente: refugiados que huyen de la guerra de Siria, refugiados venezolanos, refugiados en el Sudán, campos de refugiados palestinos con decenas de años a la espalda vividos en condiciones miserables o muy precarias, por no mencionar más que algunos de los muchos puntos negros y crujientes en el panorama internacional de los refugiados.
No es ningún consuelo para los refugiados afganos llegar a saber que no son los primeros de la historia, ni los únicos que padecen las consecuencias de querer huir de su propio país en el siglo XXI. Pero tampoco ello debe suponer para nuestras conciencias de occidentales un lenitivo tranquilizador ante lo que observamos. Como ciudadanos y como profesionales hemos de ser capaces de ofrecer o articular algunas respuestas, dentro de las limitaciones que tenemos para resolver o mitigar tan grave problema sociopolítico y humanitario, de trascendencia mundial.
¿Qué puede ofrecer la universidad, cada institución de educación superior entre las decenas de miles de ellas que existen en todo el mundo? Pensemos que la universidad no es un organismo político, con capacidad de ofrecer respuestas de apoyo masivo, del signo que fuere (económico, social, o militar, por ejemplo). Sin embargo, ello no permite eludir responsabilidad y compromiso a la universidad para ofrecer alguna respuesta al dolor de los refugiados, en especial al sufrimiento de mujeres y niños. Ningún universitario está eximido de pensar y ofrecer alguna respuesta.
Son varios los planos en que las universidades pueden moverse en torno al asunto de los refugiados, partiendo siempre de las grandes misiones que tiene atribuidas una universidad pública: la formación de profesionales, la difusión de la alta cultura, la investigación y la proyección sobre la sociedad.
Comenzando por la última de ellas, la universidad debe ofrecer respuestas de acogida a los refugiados en la medida que la sensibilidad y la generosidad de sus miembros destile respuestas derivadas del voluntariado de sus profesores, estudiantes y personal de apoyo. En este punto disponemos de conductas ejemplares, por ejemplo, de la Universidad de Valladolid, donde funciona un voluntariado universitario de gran vitalidad ofreciendo respuestas a los problemas del dolor ciudadano, incluido el de los refugiados, no solo de los afganos. Su trayectoria en los campos de refugiados sirios ha resultado muy hermosa en los años pasados más recientes. También en estos días vemos que la Universidad de Salamanca ofrece a grupos de refugiados procedentes de Afganistán programas de acogida, y de apoyo social, sanitario y lingüístico, lo que nos parece muy bien, para los primeros momentos en que los refugiados llegan muy desorientados.
En la formación de los profesionales, en todos los grados y titulaciones que se oferten en la parrilla académica de una universidad, debiera incluirse una formación mínima relacionada con la solidaridad, el apoyo generoso a los socialmente más débiles, incluidos los refugiados, claro está. Una universidad pública, que busca ofrecer a los ciudadanos del mundo los mejores profesionales, debe contemplar desde su autonomía de decisión el desarrollo de un perfil solidario y de cooperación en la formación de sus jóvenes egresados. La agenda 2030, y sus objetivos de desarrollo sostenible, además, marcan orientaciones en el ámbito internacional muy definidas para mejorar y modificar el pensum de los currículos universitarios.
Los programas y grupos de investigación de una universidad, en particular los de los ámbitos de las ciencias sociales y las humanidades, debieran plantearse con cierta exigencia ética la exploración de temas y problemas relacionados con los refugiados. El campo de posibles campos de investigación es enorme, ya sea desde la filosofía y el derecho, desde la educación y la psicología, desde la economía y los estudios políticos, o desde otros espacios de interés relacionados con las humanidades. Aunque también desde las ciencias experimentales y las biosanitarias, así como desde las ingenierías técnicas, pueden ofrecerse respuestas apropiadas que surgen en el día a día de los millones de personas que viven en sus carnes el drama de los refugiados, y que se hace muy visible en mujeres y niños en especial.
Finalmente, o comenzando por el principio, es indiferente el orden aquí, la universidad no puede eludir el debate público sobre el fenómeno universal de los refugiados y sus derechos a la vida y al bienestar. Ese debate no puede eludirse ni borrarse en el seno de la comunidad universitaria. No se puede hacer el don Tancredo, recurriendo a la difundida expresión taurina, mirando despectiva e impávidamente, o con indiferencia, el dolor y la catástrofe humanitaria que pasa al lado de nuestras vidas. Los refugiados han de convertirse en un tema de debate, presente en los espacios académicos, porque no es un problema de miles de desgraciados ajenos a la universidad y sus agentes, profesores, personal de apoyo y estudiantes, y desde luego responsables de la gestión. Hasta ahora el asunto de los refugiados es un tema ausenta de los grandes discursos que afloran en la universidad, ya sea en los paraninfos al más alto nivel en el día de la inauguración del curso académico, ya sea en conferencias ad hoc y en ciclos monográficos de estudio, ya sea en los pasillos, aulas y espacios de sociabilidad de los centros universitarios, y en todos los instrumentos de comunicación que ofrece una universidad: canal de televisión, boletines informativos, radio universidad, repositorios académicos, sitios web, programas en youtube. Todos estos órganos de comunicación y difusión han de estar abiertos y al servicio, entre otros sectores sociales, de los refugiados.
Se invita a ofrecer respuestas al problema, inmediatas o a medio plazo, en la vida de una universidad.